Tag Archives: Pako
Aurora Borealis Underground
Waiting for the Subway, you can have the perfect view
Honeycomb
Steam
Portrait session ;-)
During our dearest Djoana and Brian’s wedding last May in Connecticut, Taylor asked for few headshots for his new LinkedIn profile.
Everything is in the preparation….
Pyramide et Carrousel du Louvre
Feliz 28!
Fiestas Patrias en Jimbe, pueblo de la sierra de Ancash, alla por 1993
The Help
From above…
Hola! This is Pako
Pako Dominguez is an experienced photographer who takes enormous pleasure in being part of your special day. He will document your exceptional moments with candid, lively, artfully-crafted photographs. Pako has photographed weddings and events internationally and offers excellent, personalized services in English, Spanish or French.
And yes, that’s me when I was 22 years old… 😉
Recuerdos Surcanos
Mi barrio siempre ha sido antiguo. El valle de Surco ya estaba poblado cuando a Pizarro se el ocurrió que el mejor sitio par a fundar su capital era a las orillas del río Rimac. Y debe haber tenido cierta predilección por el lugar, pues al pueblo le pusieron por nombre Santiago de Surco. Y con ello procesiones del aquel tipo cabalgando sobre un caballo blanco marcaron mis vacaciones de invierno. Yo no sé si será cierto que llego hasta el Finisterre en Galicia anunciando la doctrina de un tal Jesús y Cristo. Lo que le sé reconocer es que gracias a él, mi barrio no sufrió la misma suerte que Chorrillos y Barranco cuando el invasor chileno iba rumbo a Lima.
Lo cierto es que mi barrio siempre ha sido llamado pueblo, y hasta el día de hoy sigue funcionando como tal. Con historias de pueblo que conoce todo el pueblo. Desde los que se creían ricos en el pasaje al lado de casa hasta a los que les decían pobres de al lado del cementerio. Hoy son todos igual que antes, pero más iguales.
Yo pasaba parte de mis tardes en el pasaje con los chicos de mi edad. Pero también iba al fondo de la casa de Nina a ver como un Zambo enorme molía maíz para hacer tamales. Los mejores tamales que jamás he comido. Allí iba con Genaro. El tío Genaro, que por arte de esas diferencias de edades entre tíos y abuelos, tenía 6 meses menos que yo. Sino me escapaba con Pepe a pasear por el río Surco, atravesando las calles de tierra de Parque Alto, y nos colábamos a ver pastar las pocas vacas en las tierras de los Ugarelli. Épocas aquellas en que el pueblo de Surco resistía todavía a la urbanización galopante.
Con Genaro siempre nos vimos poco, a pesar de que vivíamos a solo 100 metros de distancia. El tío Marcelo, padre de Genaro, era primo de mi abuelo. Cuando mi abuelo comenzó con la construcción del edificio en el que terminó viviendo toda la familia, le encargó al tío Marcelo el cuidado de las obras del primer piso, Y vivió en ese primer apartamento durante varios años. Eso debe haber sido antes que se casara con la tía Margarita.
Pero su historia me comienza el día en que murió. Alguien llego a casa corriendo y, jadeando, dijo que el tío Marcelo había muerto en un accidente. Salió de su casa con la moto y llegando a la esquina derrapó. Un “Venegas-Parada” que pasaba no lo vio ni a él, ni a la viuda y cuatro hijos que dejó en el camino. Si bien no eran épocas de muchas visitas en casa (la separación de mis padres sumió a mi madre en un ostracismo del que nunca ha salido) la tía Margarita era amiga, y el mal momento las unió un poco más. Es a partir de ahí que recuerdo haber frecuentado a Genaro: Carnavales, luego comenzar el preescolar, aunque él estaba en otra sala pues yo era mayor.
Pasamos buena parte de nuestras horas de juego a discutir sobre el respeto que le debía el uno al otro. Él alegaba su título de tío y yo quería hacer valer la diferencia de edad que jugaba en mi favor. Si bien esto nunca interfirió en nuestra amistad, nunca logramos ponernos de acuerdo. Genaro tenía algo de especial, una especie de traviesa sensualidad con la que sabía meterse a todo el mundo en el bolsillo. Sus ojos los recuerdo luminosos, tal ves verdes, y con largas pestañas. Su cabello era castaño claro. Y flaco, por lo menos con relación a mi. Tengo que reconocer que con sus 6 años era todo un seductor y, a veces, un poco cínico.
Sería el año ’77 y esa navidad, como siempre, no esperé hasta la media noche para recibir los regalos. No porque no creyera en Papá Noel, sino porque jamás hasta entonces había resistido despierto mas allá de las 9 de la noche. La mañana del 25 debo haber abierto con desgano los regalos que me tocaron (a mi jamás me ha entusiasmado la navidad, es por culpa de ella que hasta el día de hoy no logro festejar correctamente mi cumpleaños tres días más tarde…) y de los que no me acuerdo porque fue para mi cumpleaños que la tía Lucrecia me trajo “el” regalo: un carro, un Camaro violeta, lleno de calcomanías como los carros de carreras. Y con un impresionante motor plateado que salía fuera del capó, y que me ha hecho cuestionarme hasta el día de hoy cómo hacía el conductor para ver por dónde andaba. Ya había visto el mismo auto como regalo para alguien más el año anterior, pero esa falta de originalidad me importó poco: ahora el carro era TOTALMENTE para mi.
Jugué toda la mañana sobre la alfombra de la sala para no ensuciarle las ruedas y a la tarde vino Genaro a buscarme para ir a jugar y fuimos a buscar al gordo Ricardo y a Josué a quién su familia no se lo había llevado todavía a Chile. Caminamos pues hacia el estadio para encontrarnos con ellos. Yo había dejado mi Camaro sobre la cama de Genaro. Pero cuando volvimos ya no estaba ahí. Busqué debajo de las camas, en el ropero, la cocina, la habitación de la tía Margarita…nadie lo había visto y eso era bastante difícil en una casa pequeña como en la que vivían. Ya no recuerdo el argumento que quisieron hacerme creer. La verdad es que ese día se me rompió algo adentro y las cosas nunca fueron iguales con mi tío Genaro. Dejemos de vernos tan seguido y sin razón aparente. Ni siquiera fui invitado a su bautizo, que por más pequeño e íntimo que fuera, Teresa nos habría hecho un bizcocho delicioso.
Poco tiempo después de su bautizo, alguien llegó a casa corriendo y, jadeando, dijo que el tío Genaro había tenido un accidente. Quería mostrar a un par de amigos lo bien que sabía hacer caballito con la bici, pero perdió el control del manubrio y con ello el equilibrio de la bicicleta. El camión no lo vio ni a él ni a su madre y tres hermanas que dejó en el camino. Cuando llegué al velorio, la tía Margarita estallaba nuevamente en lágrimas. Los comentarios de los presentes eran variados. Por un lado la crítica a la tía Margarita, que no había encontrado otra cosa para vestirse que un pantalón naranja y una chompa de colores también brillantes cuando debería estar de luto, como si el luto se llevara solo en el vestido; por otro lado, el análisis de la maldición gitana que pesaba sobre los varones de la familia que habían sido condenados a morir de forma trágica. Así, tías viejas sacaron a la luz la muerte de otros primos y tíos en los últimos años. Brujería y celos de alguna amante despechada.
El tío Genaro fue el primer muerto que vi. Llevaba puesta la camisa y los signos de su bautismo. Dejando de lado los tapones de algodón que lavaba en la nariz, nada hacía pensar que su sueño fuese eterno. No recuerdo haber pensado en nada especial en ese momento. Ni en nuestras correrías, nuestros juegos en el colegio, ni nuestras acaloradas discusiones a propósito de nuestra diferencia de edad. Ni siquiera en el Camaro. Solo me quedé mirando sus ropas, su camisa tan blanca y la medallita de oro que lavaba en el pecho.
Creo que nunca le perdoné lo del Camaro. Nunca tuve prueba real de que hubiera sido él. Mientras escribo esto busco alternativas. Sin embargo, todo el peso cae sobre él. Tal vez ahora recuerdo a Genaro para perdonarme el que jamás lo haya perdonado.