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Mongo, Adventures in Trash

Mongo, according to the Cassel Dictionary of Slang, is New York lingo for any discarded object that is retrieved. When Ted moved to Manhattan from South Africa, where people constructed homes out of what other considered trash, he decorated his apartment with furniture he found on the streets.  Soon he realized he wasn’t the only person finding things of value in the garbage, and he began roaming the streets meeting all kind of collectors, united by their obsession with mongo.

This book (Ted Botha’s Mongo, adventure in Trash) is a record of his travails among the collectors, who are as varied as the kind of mongo they seek. They range from housewife to homeless man, from accountant to computer consultant; from retrenched bank worker to full-time collector. One man finds jewelry in the sludge of New York’s sewers; another has built one of the most extensive rare book collections in the city. The myriad reasons for collecting open a window into the range of human desires: some to make a political statement, others because it is an addiction. Collecting mongo is a longtime, universal phenomenon, and, as the publisher Bloomsbury says, is “at last receiving a worthy literary appreciation”

This photo-essay is the result of an assignment for the Peruvian magazine Etiqueta Negra during the winter 2004.

Obdulio Varela – El reposo del Centrojás (Osvaldo Soriano)

Mire usted lo que son las cosas. Nosotros habíamos empatado con España dos a dos con un gol que yo hice sobre la hora, esos goles que salen de suerte; el segundo partido le habíamos ganado a Suecia tres a dos, ahí no más. Los brasileños venían matando. Le habían marcado seis goles a los suecos y otra media docena a los españoles. Cuando fuimos a la final nadie dudaba de que ellos nos aplastarían. Tenían un cuadro bárbaro, eran locales y el mundo entero esperaba que ganaran el Mundial. Nosotros jugábamos, puede decirse, contra todo el mundo.
Eso, creo, debía darnos tranquilidad. Nuestra responsabilidad era menor. Recuerdo que un dirigente uruguayo lo llamó a Óscar Omar Míguez, el centroforward del equipo, poco antes de salir a la cancha, y le dijo que estuviéramos tranquilos, que los dirigentes se conformaban si perdíamos nada más que por cuatro goles. Dijo que con llegar a la final ya debíamos estar satisfechos y que se trataba ahora de evitar el papelón, de no tragarse una goleada muy grande.
Yo lo escuché y eso me indignó. Le dije: “Si entramos vencidos mejor no juguemos. Estoy seguro de que vamos a ganar este partido. Y si no lo ganamos, tampoco vamos a perder por cuatro goles”.
Yo tenía 33 años y muchos internacionales encima. Estaban listos si creían que nos iban a pasar por arriba así nomás. Los otros muchachos del equipo eran jóvenes, sin mucha experiencia, pero jugaban bien al fútbol. Además, poco antes habíamos jugado contra los brasileños la copa Río Branco y les habíamos ganado 4 a 3 el primer partido; después perdimos dos veces por uno a cero, pero nos habíamos dado cuenta de que se les podía ganar. Ellos tienen mucho miedo de jugar contra los uruguayos o contra los argentinos.
Antes de salir a la cancha, el director técnico Juan López me dijo, como siempre, que yo debía dirigir, ordenar el equipo dentro de la cancha. Entonces, cuando íbamos para el túnel, les dije a los muchachos: “Salgan tranquilos. No miren para arriba. Nunca miren a la tribuna; el partido se juega abajo”.
Era un infierno. Cuando salimos a la cancha eran más de cien mil personas silbando. Entonces nos fuimos hacia el mástil donde se iban a izar las banderas. Cuando salió Brasil lo ovacionaron, claro, pero después mientras tocaban los himnos, la gente aplaudía. Entonces les dije a los muchachos: “Vieron cómo nos aplauden. En el fondo esta gente nos quiere mucho”.
Al juez no le di la mano. Nunca le di la mano a ningún árbitro. Lo saludaba, sí, lo trataba con respeto, pero la mano nunca. No hay que hacerse el simpático. Después la gente dice que uno va a chupar las medias del que manda en el partido.
En el primer tiempo dominamos en buena parte nosotros, pero después nos quedamos. Faltaba experiencia en muchos de los muchachos. Nos perdimos tres goles hechos, de esos que no puede errarlos nadie. Ellos también tuvieron algunas oportunidades, pero yo me di cuenta de que la cosa no era tan brava. El asunto era no dejarlos tomar el ritmo demoledor que tenían. Si fracasábamos en eso, íbamos a tener delante una máquina y entonces sí que estábamos listos. El primer tiempo terminó cero a cero.
En el segundo tiempo salieron con todo. Ya era el equipo que goleaba sin perdón. Yo pensé que si no los parábamos nos iban a llenar de goles. Empecé a marcar de cerca, a apretarlos, para tratar de jugar de contragolpe. Creo que fue a los seis minutos que nos metieron el gol. Parecía el principio del fin.
La voy a contar algo que la gente no sabe. Todos vieron que yo agarraba la pelota y me iba para el medio de la cancha despacio, para enfriar. Lo que no saben es que yo iba a pedir un off-side, porque el linesman había levantado la bandera y después la había bajado antes de que ellos hicieran el gol. Yo sabía que el referí no iba a atender el reclamo, pero era una oportunidad para parar el partido y había que aprovecharla. Me fui despacito y por primera vez miré para arriba, al enjambre de gente que festejaba el gol. Los miré con bronca, lleno de bronca y los provoqué. Tardé mucho en llegar al medio de la cancha. Cuando llegué, ya se habían callado. Querían ver funcionar a su máquina de hacer goles y yo no la dejaba arrancar de nuevo.
Entonces, en vez de poner la pelota en el medio para moverla, lo llamé al referí y pedí un traductor. Mientras vino, le dije que había off-side y qué sé yo, había pasado por lo menos otro minuto. ¡Las cosas que me decían los brasileños! Estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador me vino a escupir, pero yo, nada. Serio no más.
Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, no veían ni su arco de furiosos que estaban; entonces todos nos dimos cuenta de que podíamos ganar el partido.
¿Cómo conseguimos eso? Es que el jugador tiene que ser como el artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo y al público, porque si no, el toro se le viene encima. Uno sabe que en una cancha extraña no le van a aplaudir, por más que haga buenas jugadas. Entonces tiene que imponerse de otra manera, dominar al adversario, al público y a sus mismos compañeros. Claro, yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en canchas sin tejido, sin alambrado, a merced del público, y siempre había salido sanito. ¡Cómo me iban a achicar ese día en el Maracaná, que tenía todas las seguridades! Ahí yo tenía que dominar, porque tenía todas las facilidades y sabía que nadie podía tocarme.
Cuando hicimos el segundo gol, que lo hizo Gigghia (el primero lo convirtió Schiaffino), no lo podíamos creer. ¡Campeones del mundo, nosotros, que veníamos jugando tan mal! Al terminar el partido, estábamos como locos. En Brasil había duelo. Los cajones de cañitas flotaban en el mar. Era una desolación.
Esa noche fui con mi masajista a recorrer unos boliches para tomar unas chopps y caímos en lo de un amigo. No teníamos un solo cruzeiro y pedimos fiado. Nos fuimos a un rincón a tomar las copas y desde allí mirábamos a la gente. Estaban llorando todos. Parecía mentira: todo el mundo tenía lágrimas en los ojos. De pronto veo entrar a un grandote que parecía desconsolado. Lloraba como un chico y decía: “Obdulio nos ganó el partido” y lloraba más. Yo lo miraba y me daba lástima. Ellos habían preparado el carnaval más grande del mundo para esa noche y se lo habíamos arruinado. Según ese tipo, yo se lo habíamos arruinado. Me sentía mal. Me di cuenta de que estaba tan amargado como él. Hubiera sido lindo ver ese carnaval, ver cómo la gente disfrutaba con una cosa tan simple. Nosotros habíamos arruinado todo y no habíamos ganado nada. Teníamos un título, pero ¿qué era eso ante tanta tristeza? Pensé en el Uruguay. Allí la gente estaría feliz. Pero yo estaba ahí, en Río de Janeiro, en medio de tantas personas infelices. Me acordé de mi saña cuando nos hicieron el gol, de mi bronca, que ahora no era mía pero también me dolía.
El dueño del bar se acercó a nosotros con el grandote que lloraba. Le dijo: “¿Sabe quién es ése? Es Obdulio”. Yo pensé que el tipo me iba a matar. Pero me miró, me dio un abrazo y siguió llorando. Al rato me dijo: “Obdulio ¿se vendría a tomar unas copas con nosotros? Queremos olvidar ¿sabe?” ¡Cómo iba a decirle que no! Estuvimos toda la noche chupando en los boliches. Yo pensé: “Si tengo que morir esta noche, que sea”. Pero acá estoy.
Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un gol en contra, sí señor. No, no se asombre. Lo único que conseguimos al ganar ese título fue darle lustre a los dirigentes de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Ellos se hicieron entregar medallas de oro y a los jugadores les dieron unas de plata. ¿Usted cree que alguna vez se acordaron de festejar los títulos de 1924, 1928, 1930 y 1950? Nunca. Los jugadores que intervinimos en aquellos campeonatos nos reunimos ahora por nuestra cuenta todos los años el 18 de julio, que es la fecha patria. Lo festejamos por nuestra cuenta. No queremos ni acordarnos de los dirigentes.
Yo empecé a jugar al fútbol en serio por una casualidad. Éramos doce hermanos, hijos de un vendedor de factura de cerdo. Siempre fuimos muy pobres. Yo fui a la escuela tres años y tuve que largar para ir a vender diarios, primero, y después a lustrar zapatos. Como lustrador sacaba seis pesos por mes en el año 32. Un día me invitaron a jugar un partido de barrio. Allá encontré a mi hermano que jugaba en el otro equipo. Al fin, cuando me estaba cambiando para salir a jugar, apareció el titular del equipo, que era el tanque Amato, y no me pusieron. Entonces vino mi hermano y me dijo que si quería entrar para ellos. Como yo había ido a jugar al fútbol, acepté. Ganamos y me quedé en el equipo.
Los muchachos me consiguieron un trabajo de albañil y yo me puse muy contento. Empecé a jugar en un club que intervenía en el campeonato de intermedia, que venía a ser como la primera B de ascenso ahora. Parece que andaba bien, porque un día me avisaron que me habían vendido al Wanderers por 200 pesos.
Sin preguntarme nada, me vendieron como una bolsa de papas. Cuando me enteré fui a ver a los dirigentes del Wanderers y le pregunté: “¿Quién va a defender al club, el Deportivo Juventud o yo?” Conseguí que me dieran los 200 pesos. Ese día me compré de todo con esa plata. Cuando aparecí en casa mi madre no quería creer que me habían dado toda esa plata. Ella creía que yo andaba en malos pasos.
Es que cuando uno se cría en la calle, tiene dos caminos: aprende a defenderse con dignidad, como hice yo porque tuve la oportunidad, o se larga a cualquier cosa, como les pasa a otros que no tienen una chance.
A mí me fue tan bien que, cuando subimos, no bajamos nunca más. Debuté en el Wanderers contra River Plate y perdimos, pero después le ganamos a Bella Vista. Por fin, en el estadio centenario jugamos contra Peñarol. Yo tenía enfrente nada menos que a Sebastián Guzmán, el maestro. Ellos tenían un cuadrazo, pero les ganamos 2 a 1. No me lo olvido jamás. Estuve cuatro años en el Wanderers y en 1943 pasé a Peñarol por 16 mil pesos, una cifra récord para el pase de un jugador. Me quedé para siempre en Peñarol hasta 1955 que largué el fútbol.
Ahora estoy muy arrepentido de haber jugado. Si tuviera que hacer mi vida de nuevo, ni miro una cancha. No, el fútbol está lleno de miseria. Dirigentes, algunos jugadores, periodistas, todos están metidos en el negocio sin importarles para nada la dignidad del hombre. Yo siempre me lo tomé de la mejor manera. Cuando vinieron a sobornarme, no me enojé ni los saqué a patadas ni los denuncié. Les dije que no, que buscaran a otro con menos orgullo que yo. Yo siempre me guié por la filosofía simple que aprendí en la calle, allí se aprende todo; hay que vivir, cueste lo que cueste, vivir, y a cambio de eso hay que dejar vivir.
Muchas cosas me dolieron. Los periodistas se metieron en mi vida privada, me atacaron mucho durante la huelga de jugadores porque ellos le hacían el juego a los clubes. Yo decidí vivir mi vida y rompí con ellos. Desde entonces me encapriché y me negué a salir en las fotos que tomaban al equipo en la cancha. Cuando mis compañeros me pedían que saliera, me ponía de costado y miraba para otro lado. Una vez los cronistas hicieron un planteo a Peñarol y el club me llamó para convencerme de que tenía que ser amable y salir en las fotos. Entonces les pregunté: “¿Para qué me contrataron: para sacarme fotos o para jugar al fútbol?” Ahí se terminó el incidente. No quise saber más nada con dirigentes ni con periodistas que escriben lo que quieren los que mandan. Yo sé que hay que ganarse la vida pero no hay motivo para ensuciar a los demás. Por eso yo no volvería a acercarme a una cancha aunque me ofrecieran millones. A mí me castigaron mucho y no lo aguanto. Por eso le dije que si ahora tuviera que jugar una final, me hago un gol en contra. No vale la pena poner la vida en una causa que está sucia, contaminada. El que se sienta capaz, que lo haga. Algún día tendrá que rendir cuentas: entonces sabremos quién es quién y si valía la pena ensuciarse.

Con­fi­dence in the glasses, not in the eye – Confianza en el anteojo, no en el ojo

Con­fi­dence in the glasses, not in the eye;
in the stair­case, never in the step;
in the wing, not in the bird
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

Con­fi­dence in the wicked­ness, not in the wicked;
in the glass, but never in the liquor;
in the corpse, not in the man
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

Con­fi­dence in many, but no longer in one;
in the riverbed, never in the cur­rent;
in pants, not in legs
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

Con­fi­dence in the win­dow, not in the door;
in the mother, but not in the nine months;
in des­tiny, not in the gold die
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

César Vallejo

Con­fi­anza en el anteojo, no en el ojo;
en la escalera, nunca en el pel­daño;
en el ala, no en el ave
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Con­fi­anza en la mal­dad, no en el mal­vado;
en el vaso, mas nunca en el licor;
en el cadaver, no en el hom­bre
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Con­fi­anza en muchos, pero ya no en uno;
en el cauce, jamás en la cor­ri­ente;
en los cal­zones, no en las pier­nas
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Con­fi­anza en la ven­tana, no en la puerta;
en la madre, mas no en los nueve meses;
en el des­tino, no en el dado de oro
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

César Vallejo

Recuerdos Surcanos

Plaza_de_SurcoMi bar­rio siem­pre ha sido antiguo. El valle de Surco ya estaba poblado cuando a Pizarro se el ocur­rió que el mejor sitio par a fun­dar su cap­i­tal era a las oril­las del río Rimac. Y debe haber tenido cierta predilec­ción por el lugar, pues al pueblo le pusieron por nom­bre San­ti­ago de Surco. Y con ello pro­ce­siones del aquel tipo cabal­gando sobre un caballo blanco mar­caron mis vaca­ciones de invierno. Yo no sé si será cierto que llego hasta el Fin­is­terre en Gali­cia anun­ciando la doc­t­rina de un tal Jesús y Cristo. Lo que le sé recono­cer es que gra­cias a él, mi bar­rio no sufrió la misma suerte que Chor­ril­los y Bar­ranco cuando el inva­sor chileno iba rumbo a Lima.

Lo cierto es que mi bar­rio siem­pre ha sido lla­mado pueblo, y hasta el día de hoy sigue fun­cio­nando como tal. Con his­to­rias de pueblo que conoce todo el pueblo. Desde los que se creían ricos en el pasaje al lado de casa hasta a los que les decían pobres de al lado del cemente­rio. Hoy son todos igual que antes, pero más iguales.

Yo pasaba parte de mis tardes en el pasaje con los chicos de mi edad. Pero tam­bién iba al fondo de la casa de Nina a ver como un Zambo enorme molía maíz para hacer tamales. Los mejores tamales que jamás he comido. Allí iba con Genaro. El tío Genaro, que por arte de esas difer­en­cias de edades entre tíos y abue­los, tenía 6 meses menos que yo. Sino me escapaba con Pepe a pasear por el río Surco, atrav­es­ando las calles de tierra de Par­que Alto, y nos colábamos a ver pas­tar las pocas vacas en las tier­ras de los Ugarelli. Épocas aque­l­las en que el pueblo de Surco resistía todavía a la urban­ización galopante.

Con Genaro siem­pre nos vimos poco, a pesar de que vivíamos a solo 100 met­ros de dis­tan­cia. El tío Marcelo, padre de Genaro, era primo de mi abuelo. Cuando mi abuelo comenzó con la con­struc­ción del edi­fi­cio en el que ter­minó viviendo toda la familia, le encargó al tío Marcelo el cuidado de las obras del primer piso, Y vivió en ese primer aparta­mento durante var­ios años. Eso debe haber sido antes que se casara con la tía Margarita.

Pero su his­to­ria me comienza el día en que murió. Alguien llego a casa cor­riendo y, jade­ando, dijo que el tío Marcelo había muerto en un acci­dente. Salió de su casa con la moto y lle­gando a la esquina der­rapó. Un “Venegas-Parada” que pasaba no lo vio ni a él, ni a la viuda y cua­tro hijos que dejó en el camino. Si bien no eran épocas de muchas vis­i­tas en casa (la sep­a­ración de mis padres sumió a mi madre en un ostracismo del que nunca ha salido) la tía Margarita era amiga, y el mal momento las unió un poco más. Es a par­tir de ahí que recuerdo haber fre­cuen­tado a Genaro: Car­navales, luego comen­zar el preesco­lar, aunque él estaba en otra sala pues yo era mayor.

Pasamos buena parte de nues­tras horas de juego a dis­cu­tir sobre el respeto que le debía el uno al otro. Él ale­gaba su título de tío y yo quería hacer valer la difer­en­cia de edad que jugaba en mi favor. Si bien esto nunca inter­firió en nues­tra amis­tad, nunca logramos pon­er­nos de acuerdo. Genaro tenía algo de espe­cial, una especie de traviesa sen­su­al­i­dad con la que sabía meterse a todo el mundo en el bol­sillo. Sus ojos los recuerdo lumi­nosos, tal ves verdes, y con largas pes­tañas. Su cabello era cas­taño claro. Y flaco, por lo menos con relación a mi. Tengo que recono­cer que con sus 6 años era todo un seduc­tor y, a veces, un poco cínico.

Sería el año ’77 y esa navi­dad, como siem­pre, no esperé hasta la media noche para recibir los rega­los. No porque no crey­era en Papá Noel, sino porque jamás hasta entonces había resis­tido despierto mas allá de las 9 de la noche. La mañana del 25 debo haber abierto con desgano los rega­los que me tocaron (a mi jamás me ha entu­si­as­mado la navi­dad, es por culpa de ella que hasta el día de hoy no logro fes­te­jar cor­rec­ta­mente mi cumpleaños tres días más tarde…) y de los que no me acuerdo porque fue para mi cumpleaños que la tía Lucrecia me trajo “el” regalo: un carro, un Camaro vio­leta, lleno de cal­co­manías como los car­ros de car­reras. Y con un impre­sio­n­ante motor plateado que salía fuera del capó, y que me ha hecho cues­tion­arme hasta el día de hoy cómo hacía el con­duc­tor para ver por dónde and­aba. Ya había visto el mismo auto como regalo para alguien más el año ante­rior, pero esa falta de orig­i­nal­i­dad me importó poco: ahora el carro era TOTALMENTE para mi.

Jugué toda la mañana sobre la alfom­bra de la sala para no ensu­cia­rle las ruedas y a la tarde vino Genaro a bus­carme para ir a jugar y fuimos a bus­car al gordo Ricardo y a Josué a quién su familia no se lo había lle­vado todavía a Chile. Cam­i­namos pues hacia el esta­dio para encon­trarnos con ellos. Yo había dejado mi Camaro sobre la cama de Genaro. Pero cuando volvi­mos ya no estaba ahí. Busqué debajo de las camas, en el ropero, la cocina, la habitación de la tía Margarita…nadie lo había visto y eso era bas­tante difí­cil en una casa pequeña como en la que vivían. Ya no recuerdo el argu­mento que quisieron hac­erme creer. La ver­dad es que ese día se me rompió algo aden­tro y las cosas nunca fueron iguales con mi tío Genaro. Deje­mos de ver­nos tan seguido y sin razón aparente. Ni siquiera fui invi­tado a su bau­tizo, que por más pequeño e íntimo que fuera, Teresa nos habría hecho un biz­co­cho delicioso.

Poco tiempo después de su bau­tizo, alguien llegó a casa cor­riendo y, jade­ando, dijo que el tío Genaro había tenido un acci­dente. Quería mostrar a un par de ami­gos lo bien que sabía hacer cabal­lito con la bici, pero perdió el con­trol del manubrio y con ello el equi­lib­rio de la bici­cleta. El camión no lo vio ni a él ni a su madre y tres her­manas que dejó en el camino. Cuando llegué al velo­rio, la tía Mar­garita estal­laba nue­va­mente en lágri­mas. Los comen­tar­ios de los pre­sentes eran vari­a­dos. Por un lado la crítica a la tía Mar­garita, que no había encon­trado otra cosa para vestirse que un pan­talón naranja y una chompa de col­ores tam­bién bril­lantes cuando debería estar de luto, como si el luto se lle­vara solo en el vestido; por otro lado, el análi­sis de la maldición gitana que pesaba sobre los varones de la familia que habían sido con­de­na­dos a morir de forma trág­ica. Así, tías vie­jas sac­aron a la luz la muerte de otros pri­mos y tíos en los últi­mos años. Bru­jería y celos de alguna amante despechada.

El tío Genaro fue el primer muerto que vi. Llev­aba puesta la camisa y los sig­nos de su bautismo. Dejando de lado los tapones de algo­dón que lavaba en la nariz, nada hacía pen­sar que su sueño fuese eterno. No recuerdo haber pen­sado en nada espe­cial en ese momento. Ni en nues­tras cor­rerías, nue­stros jue­gos en el cole­gio, ni nues­tras acalo­radas dis­cu­siones a propósito de nues­tra difer­en­cia de edad. Ni siquiera en el Camaro. Solo me quedé mirando sus ropas, su camisa tan blanca y la medal­lita de oro que lavaba en el pecho.

Creo que nunca le per­doné lo del Camaro. Nunca tuve prueba real de que hubiera sido él. Mien­tras escribo esto busco alter­na­ti­vas. Sin embargo, todo el peso cae sobre él. Tal vez ahora recuerdo a Genaro  para per­don­arme el que jamás lo haya perdonado.

Idilio Muerto

Idilio Muerto

Qué estará haciendo esta hora mi and­ina y dulce Rita
de junco y capulí;
ahora que me esfixia Bizan­cio, y que dor­mita
la san­gre, como flojo cognac, den­tro de mi.

Dónde estará sus manos que en acti­tud con­trita
planch­a­ban en las tardes blan­curas por venir;
ahora, en esta llu­via que me quita
las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus
afanes; de su andar;
de su sabor a cañas del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje
y al fin dirá tem­b­lando: “Qué frío hay… Jesús”.
Y llo­rará en las tejas un pájaro salvaje.

De codos yo en el muro,
cuando tri­unfa en el alma el tinte oscuro
y el viento reza en los ramales yer­tos
llan­tos de que­nas, tími­dos, incier­tos.
sus­piro una con­goja,
al ver que en la penum­bra gualda y roja
llora un trágico azul de idil­ios muertos!

If – by Rudyard Kipling

IF you can keep your head when all about you
Are losing theirs and blaming it on you,
If you can trust yourself when all men doubt you,
But make allowance for their doubting too;
If you can wait and not be tired by waiting,
Or being lied about, don’t deal in lies,
Or being hated, don’t give way to hating,
And yet don’t look too good, nor talk too wise:

If you can dream – and not make dreams your master;
If you can think – and not make thoughts your aim;
If you can meet with Triumph and Disaster
And treat those two impostors just the same;
If you can bear to hear the truth you’ve spoken
Twisted by knaves to make a trap for fools,
Or watch the things you gave your life to, broken,
And stoop and build ’em up with worn-out tools:

If you can make one heap of all your winnings
And risk it on one turn of pitch-and-toss,
And lose, and start again at your beginnings
And never breathe a word about your loss;
If you can force your heart and nerve and sinew
To serve your turn long after they are gone,
And so hold on when there is nothing in you
Except the Will which says to them: ‘Hold on!’

If you can talk with crowds and keep your virtue,
‘ Or walk with Kings – nor lose the common touch,
if neither foes nor loving friends can hurt you,
If all men count with you, but none too much;
If you can fill the unforgiving minute
With sixty seconds’ worth of distance run,
Yours is the Earth and everything that’s in it,
And – which is more – you’ll be a Man, my son!

Frases de Inodoro Pereyra

Murió el “Negro” Fontanarrosa Jueves, 19 de julio de 2007

Evolucion de Inodoro Pereira
Evolucion de Inodoro Pereira

– “Endijpué de tantos años, si tengo que elegir otra vez, la elijo a la Eulogia con los ojos cerrados. Porque si los abro elijo a otra”.

– Dígame don Inodoro ¿usté está con la Eulogia por alguna promesa?
– Mendieta, uno se deslumbra con la mujer linda, se asombra con la inteligente… y se queda con la que le da pelota.

– Vago no soy, quizá algo tímido para el esjuerzo.

Progreso
Progreso

– Estoy comprometido con mi tierra, casado con sus problemas y divorciado de sus riquezas.

– ¿Y usted cómo se gana la vida?
– ¿Ganar? ¡De casualidá estoy sacando un empate!

– ¿No andará mal de la vista, don Inodoro?
– Puede ser. Hace como tres meses que no veo un peso.

– ¿Por qué esta agresión gratuita?
– ¡Si quiere se la cobro!

– El pingüino es monógamo.
– ¿Y por qué cree que le dicen Pájaro Bobo?

– Con la verdá no ofendo ni temo. Con la mentira zafo y sobrevivo, Mendieta.

– La historia lo juzgará. Pero tiene el mejor de los abogados: el olvido.

– Eso de “hasta que la muerte los separe” es una incitación al asesinato.

– Acepto que la Eulogia es fulera, pero es de las que demuestran la beyeza por el absurdo.

– Usté no está gorda, Eulogia. Es un bastión contra la anorexia apátrida.

– ¿Puede una persona disaparecer de a pedazos? Porque a la Eulogia le desapareció la cintura.

– Pereyra, míreme a la cara.
-¿Por qué este castigo, Eulogia? ¿Por qué tanta crueldá?

– La Eulogia es, lejos, la mejor prienda que conocí en mi vida. Bien lejos… 20, 30 kilómetros. De cerca es así, jodida…

– La Eulogia es una santa. No como mi cuñada que sufre el Síndrome de la Abeja Reina. Se cree una reina y es un bicho.

– A veces la picardía crioya es sólo desesperación, Mendieta.

No Piedras
No Piedras

– Ahura hay fertilización asistida. Vea el caso de la señora del viejo Aredes. Quedó embarazada. En el pueblo se comenta que al viejo lo ayudaron.

– ¡Mire esta vaca, Serafín! Musa inspiradora de miles de composiciones escolares… ¡Y ahora es acusada de traficante de colesterol por el naturismo apátrida! Nos da su leche, su carne, su cuero. ¡Lo quiero ver a usté haciéndose una campera de zapayitos!

– La muerte nivela a güenos y malos, don Inodoro. Lo malo es que nivela pa’ bajo.

– No tenemos que copiar las cosas malas de ajuera, Lloriqueo. ¡Nosotros tenemos que crear nuestras propias cosas malas!

– Estuvo divertido el pesebre viviente este año, Mendieta.
– Bien la vaca. Algo sobreactuado el burro.

– Soy crítico meteorológico, señor. La tormenta de anoche. “Floja iluminación de los relámpagos, yuvia repetida, escenografía pobre y pésimo sonido de los truenos en otro fiasco de esta puesta en escena de Tata Dios. Una típica propuesta de verano, liviana, pasatista, para un público poco exigente”.

– ¡No me diga que va a barrer, Pereyra! ¡La última tarea doméstica que hizo jué doblar una serviyeta!

– Yo no quiero ser irrespetuoso, Eulogia, pero lo que ha hecho Tata Dios con usté es abuso de autoridá.

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