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Wedding – Liliana and Don

Con­fi­dence in the glasses, not in the eye – Confianza en el anteojo, no en el ojo

Con­fi­dence in the glasses, not in the eye;
in the stair­case, never in the step;
in the wing, not in the bird
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

Con­fi­dence in the wicked­ness, not in the wicked;
in the glass, but never in the liquor;
in the corpse, not in the man
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

Con­fi­dence in many, but no longer in one;
in the riverbed, never in the cur­rent;
in pants, not in legs
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

Con­fi­dence in the win­dow, not in the door;
in the mother, but not in the nine months;
in des­tiny, not in the gold die
and in your­self alone, in your­self alone, in your­self alone.

César Vallejo

Con­fi­anza en el anteojo, no en el ojo;
en la escalera, nunca en el pel­daño;
en el ala, no en el ave
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Con­fi­anza en la mal­dad, no en el mal­vado;
en el vaso, mas nunca en el licor;
en el cadaver, no en el hom­bre
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Con­fi­anza en muchos, pero ya no en uno;
en el cauce, jamás en la cor­ri­ente;
en los cal­zones, no en las pier­nas
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

Con­fi­anza en la ven­tana, no en la puerta;
en la madre, mas no en los nueve meses;
en el des­tino, no en el dado de oro
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo.

César Vallejo

Recuerdos Surcanos

Plaza_de_SurcoMi bar­rio siem­pre ha sido antiguo. El valle de Surco ya estaba poblado cuando a Pizarro se el ocur­rió que el mejor sitio par a fun­dar su cap­i­tal era a las oril­las del río Rimac. Y debe haber tenido cierta predilec­ción por el lugar, pues al pueblo le pusieron por nom­bre San­ti­ago de Surco. Y con ello pro­ce­siones del aquel tipo cabal­gando sobre un caballo blanco mar­caron mis vaca­ciones de invierno. Yo no sé si será cierto que llego hasta el Fin­is­terre en Gali­cia anun­ciando la doc­t­rina de un tal Jesús y Cristo. Lo que le sé recono­cer es que gra­cias a él, mi bar­rio no sufrió la misma suerte que Chor­ril­los y Bar­ranco cuando el inva­sor chileno iba rumbo a Lima.

Lo cierto es que mi bar­rio siem­pre ha sido lla­mado pueblo, y hasta el día de hoy sigue fun­cio­nando como tal. Con his­to­rias de pueblo que conoce todo el pueblo. Desde los que se creían ricos en el pasaje al lado de casa hasta a los que les decían pobres de al lado del cemente­rio. Hoy son todos igual que antes, pero más iguales.

Yo pasaba parte de mis tardes en el pasaje con los chicos de mi edad. Pero tam­bién iba al fondo de la casa de Nina a ver como un Zambo enorme molía maíz para hacer tamales. Los mejores tamales que jamás he comido. Allí iba con Genaro. El tío Genaro, que por arte de esas difer­en­cias de edades entre tíos y abue­los, tenía 6 meses menos que yo. Sino me escapaba con Pepe a pasear por el río Surco, atrav­es­ando las calles de tierra de Par­que Alto, y nos colábamos a ver pas­tar las pocas vacas en las tier­ras de los Ugarelli. Épocas aque­l­las en que el pueblo de Surco resistía todavía a la urban­ización galopante.

Con Genaro siem­pre nos vimos poco, a pesar de que vivíamos a solo 100 met­ros de dis­tan­cia. El tío Marcelo, padre de Genaro, era primo de mi abuelo. Cuando mi abuelo comenzó con la con­struc­ción del edi­fi­cio en el que ter­minó viviendo toda la familia, le encargó al tío Marcelo el cuidado de las obras del primer piso, Y vivió en ese primer aparta­mento durante var­ios años. Eso debe haber sido antes que se casara con la tía Margarita.

Pero su his­to­ria me comienza el día en que murió. Alguien llego a casa cor­riendo y, jade­ando, dijo que el tío Marcelo había muerto en un acci­dente. Salió de su casa con la moto y lle­gando a la esquina der­rapó. Un “Venegas-Parada” que pasaba no lo vio ni a él, ni a la viuda y cua­tro hijos que dejó en el camino. Si bien no eran épocas de muchas vis­i­tas en casa (la sep­a­ración de mis padres sumió a mi madre en un ostracismo del que nunca ha salido) la tía Margarita era amiga, y el mal momento las unió un poco más. Es a par­tir de ahí que recuerdo haber fre­cuen­tado a Genaro: Car­navales, luego comen­zar el preesco­lar, aunque él estaba en otra sala pues yo era mayor.

Pasamos buena parte de nues­tras horas de juego a dis­cu­tir sobre el respeto que le debía el uno al otro. Él ale­gaba su título de tío y yo quería hacer valer la difer­en­cia de edad que jugaba en mi favor. Si bien esto nunca inter­firió en nues­tra amis­tad, nunca logramos pon­er­nos de acuerdo. Genaro tenía algo de espe­cial, una especie de traviesa sen­su­al­i­dad con la que sabía meterse a todo el mundo en el bol­sillo. Sus ojos los recuerdo lumi­nosos, tal ves verdes, y con largas pes­tañas. Su cabello era cas­taño claro. Y flaco, por lo menos con relación a mi. Tengo que recono­cer que con sus 6 años era todo un seduc­tor y, a veces, un poco cínico.

Sería el año ’77 y esa navi­dad, como siem­pre, no esperé hasta la media noche para recibir los rega­los. No porque no crey­era en Papá Noel, sino porque jamás hasta entonces había resis­tido despierto mas allá de las 9 de la noche. La mañana del 25 debo haber abierto con desgano los rega­los que me tocaron (a mi jamás me ha entu­si­as­mado la navi­dad, es por culpa de ella que hasta el día de hoy no logro fes­te­jar cor­rec­ta­mente mi cumpleaños tres días más tarde…) y de los que no me acuerdo porque fue para mi cumpleaños que la tía Lucrecia me trajo “el” regalo: un carro, un Camaro vio­leta, lleno de cal­co­manías como los car­ros de car­reras. Y con un impre­sio­n­ante motor plateado que salía fuera del capó, y que me ha hecho cues­tion­arme hasta el día de hoy cómo hacía el con­duc­tor para ver por dónde and­aba. Ya había visto el mismo auto como regalo para alguien más el año ante­rior, pero esa falta de orig­i­nal­i­dad me importó poco: ahora el carro era TOTALMENTE para mi.

Jugué toda la mañana sobre la alfom­bra de la sala para no ensu­cia­rle las ruedas y a la tarde vino Genaro a bus­carme para ir a jugar y fuimos a bus­car al gordo Ricardo y a Josué a quién su familia no se lo había lle­vado todavía a Chile. Cam­i­namos pues hacia el esta­dio para encon­trarnos con ellos. Yo había dejado mi Camaro sobre la cama de Genaro. Pero cuando volvi­mos ya no estaba ahí. Busqué debajo de las camas, en el ropero, la cocina, la habitación de la tía Margarita…nadie lo había visto y eso era bas­tante difí­cil en una casa pequeña como en la que vivían. Ya no recuerdo el argu­mento que quisieron hac­erme creer. La ver­dad es que ese día se me rompió algo aden­tro y las cosas nunca fueron iguales con mi tío Genaro. Deje­mos de ver­nos tan seguido y sin razón aparente. Ni siquiera fui invi­tado a su bau­tizo, que por más pequeño e íntimo que fuera, Teresa nos habría hecho un biz­co­cho delicioso.

Poco tiempo después de su bau­tizo, alguien llegó a casa cor­riendo y, jade­ando, dijo que el tío Genaro había tenido un acci­dente. Quería mostrar a un par de ami­gos lo bien que sabía hacer cabal­lito con la bici, pero perdió el con­trol del manubrio y con ello el equi­lib­rio de la bici­cleta. El camión no lo vio ni a él ni a su madre y tres her­manas que dejó en el camino. Cuando llegué al velo­rio, la tía Mar­garita estal­laba nue­va­mente en lágri­mas. Los comen­tar­ios de los pre­sentes eran vari­a­dos. Por un lado la crítica a la tía Mar­garita, que no había encon­trado otra cosa para vestirse que un pan­talón naranja y una chompa de col­ores tam­bién bril­lantes cuando debería estar de luto, como si el luto se lle­vara solo en el vestido; por otro lado, el análi­sis de la maldición gitana que pesaba sobre los varones de la familia que habían sido con­de­na­dos a morir de forma trág­ica. Así, tías vie­jas sac­aron a la luz la muerte de otros pri­mos y tíos en los últi­mos años. Bru­jería y celos de alguna amante despechada.

El tío Genaro fue el primer muerto que vi. Llev­aba puesta la camisa y los sig­nos de su bautismo. Dejando de lado los tapones de algo­dón que lavaba en la nariz, nada hacía pen­sar que su sueño fuese eterno. No recuerdo haber pen­sado en nada espe­cial en ese momento. Ni en nues­tras cor­rerías, nue­stros jue­gos en el cole­gio, ni nues­tras acalo­radas dis­cu­siones a propósito de nues­tra difer­en­cia de edad. Ni siquiera en el Camaro. Solo me quedé mirando sus ropas, su camisa tan blanca y la medal­lita de oro que lavaba en el pecho.

Creo que nunca le per­doné lo del Camaro. Nunca tuve prueba real de que hubiera sido él. Mien­tras escribo esto busco alter­na­ti­vas. Sin embargo, todo el peso cae sobre él. Tal vez ahora recuerdo a Genaro  para per­don­arme el que jamás lo haya perdonado.

Idilio Muerto

Idilio Muerto

Qué estará haciendo esta hora mi and­ina y dulce Rita
de junco y capulí;
ahora que me esfixia Bizan­cio, y que dor­mita
la san­gre, como flojo cognac, den­tro de mi.

Dónde estará sus manos que en acti­tud con­trita
planch­a­ban en las tardes blan­curas por venir;
ahora, en esta llu­via que me quita
las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus
afanes; de su andar;
de su sabor a cañas del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje
y al fin dirá tem­b­lando: “Qué frío hay… Jesús”.
Y llo­rará en las tejas un pájaro salvaje.

De codos yo en el muro,
cuando tri­unfa en el alma el tinte oscuro
y el viento reza en los ramales yer­tos
llan­tos de que­nas, tími­dos, incier­tos.
sus­piro una con­goja,
al ver que en la penum­bra gualda y roja
llora un trágico azul de idil­ios muertos!